Nos encontramos en la puerta del cine Verdi. Mi papá ya estaba esperando escondido detrás de un árbol. En la mano sostenía una bolsa de uvas verdes. No las pruebes hasta que empiece la función, me dijo con una sonrisa. La calle angosta brillaba tenue ese mediodía de verano. Los lunes al sol todavía pegaban recto sobre nuestras cabezas. Después de un viaje de dos días y una noche, era la primera vez que volvía a mi ciudad natal. Mi papá eligió una salita de cine como punto de encuentro. Era raro que mi primera parada en la ciudad fuese así, en un lugar cerrado, oscuro, y prácticamente igual en cualquier país del mundo. Pero hace años que mis xadres me hablaban del cine Verdi como el refugio de su juventud donde, como dice mi mamá, vieron todas las maravillas del cine. La sala Verdi fue el lugar de la educación sentimental a la que entraban sin preguntar que había para ver.
Ese día repetimos la costumbre, no preguntamos el nombre de la película y entramos. Mi papá con la caminata rápida y certera que lo caracteriza, yo unos pasos atrás, lenta entre los posters de La chica de la fábrica de fósforos, La Chinoise, Pietá y Las amargas lágrimas de Petra von Kant. El pasillo iluminado con unas dicroicas a punto de extinguirse, desembocaba en una cortina de terciopelo azul. Una mujer de pieles arrugadas recibió nuestras entradas, las sostuvo entre sus uñas rosas y dijo “gaudiu de la funció”. ¿Qué quiere decir gaudiu?, pregunté al aire. Gozad, dijo la mujer. Me reí. En ese entonces la idea del goce asociada a la visión de un espectáculo me pareció exagerada. O quizás, en ese entonces, el goce era algo que todavía me atemorizaba. La mujer se dirigió a mi papá: “¿és seva la nena?” (“¿es tuya la nena?”) Es mi hija dijo, y dejó pasar unos segundos que le dieron tiempo a la mujer para sacar una lima de uñas del bolsillo de su camisa y arreglar la punta del dedo mayor que levantaba con firmeza. Cuando la uña quedó prolija, mi papá agregó: pero no es mía. La mujer sonrío, como si se conocieran hace años o como si ese diálogo estuviera conteniendo toda la educación sentimental aspirada entre las butacas del cine, y ahora, en una escena lyncheana, recreaban cómplices delante de mis ojos.
Entramos a la sala. Estaba vacía. Buit, dijo mi papá. Me gustó la traducción. En catalán vacío suena parecido a Ruido en francés, pero sin la R. Respetamos el silencio, no necesitábamos llenar el buit. Quizás, los efectos de la escena lyncheana comenzaban a dar sus frutos, y el vacío empezaba a resultarme placentero.
Quise sentarme en la butaca central pero mi papá señaló el pasillo y dijo “es mejor ver desde la izquierda.” La frase arrojada en medio de la falsa noche se sumaba a la lista de aprendizajes del día. Mi cabeza empezó a vagabundear: qué mejor lugar que un cine para pensar en el punto de vista, desde dónde mirar, desde dónde narrar, quién o qué dice, quién mira, quién me mira, a quién miro, qué veo, qué es mejor ver, qué poder, desde dónde, desde la izquierda, de quién, para quién. Como decía, mi cabeza empezó a vagabundear y ahora no puedo recordar que película vimos ese día.
Pero podría decir que empezaba con la cámara siguiendo unas piernas infantiles en un espacio abierto, con carteles de ruta, ruidos de autos y voces pueriles gritando malas palabras. Elijo esta imagen, porque me permito llenar el buit de mi memoria con un inicio que reúne a dos de mis películas preferidas: La mujer sin cabeza y The Florida Project. Elijo esta imagen también, porque así me siento cada vez que veo una película que me conmueve: sin techo ni ley.
En The Florida Project las cosas se ven desde la izquierda. Mientras en Disney pagan fortunas y hacen colas interminables para jugar, en Magic Castle –el complejo habitacional dónde sucede todo el film– el juego de les niñes consiste en escupir los autos turistas, pedir monedas para comer helado y cortar la central eléctrica. Mientras en Disney pagan fortunas y hacen colas interminables para comer, en Magic Castle la comida se recibe –si todo sale bien– en la puerta de atrás del local de fast food. Mientras en Disney les xadres se estresan y temen las lastimaduras, en Magic Castle las madres dicen “diviértanse y cuídense” y en los pasillos, vocecitas agudas exclaman “mi mamá comete errores todo el tiempo” o “siempre me doy cuenta cuando los adultos están por llorar”.
Si hay algo manifiestamente común entre estos dos espacios es el color. Todo es rosa y violeta. Pero en Magic Castle, los colores brillantes ponen en evidencia el vacío. Así, la copia demuestra la falsedad del original y subraya, con colores chillones, la ausencia.
Contra el aburrimiento, el desamparo, la pobreza y la desidia, The Florida Project manifiesta la ternura de la infancia y la amistad que juega y comparte. Contra un sistema en el que el eros agoniza, la falta se colorea y la violencia se distribuye como basuritas, The Florida Project propone, al igual que mi papá ese día en el cine Verdi, una educación sentimental que prioriza el goce, la libertad y la certeza de que desde la izquierda se ve mejor.
Cuando las luces se apagaron nos sentamos en el pasillo y los pies infantiles aparecieron en la pantalla. Abrí la bolsa y compartimos las uvas verdes saboreando el poder de la ficción. u
*No soy FAN. Las palabras en itálica corresponden a las FANTASÍAS que más me gustan.
Artículo publicado originalmente el 21 de octubre de 2018 en Página 12