El revoque queda expuesto, la cinta scotch, oscurecida por el paso del año,  aún resiste sujetada a las puntas de papel amuradas en los pasillos. Los carteles de las agrupaciones políticas han sido retirados  dejando su marca en las huellas anaranjadas de los muros. Los rastros del año que concluye, se vislumbran en  los callejones de las universidades. Con la llegada del calor, las paredes acostumbradas a sostener el collage de propuestas programáticas, invitaciones entusiastas, informaciones académicas, intervenciones anárquicas, dibujos errantes, insultos proféticos y declaraciones amorosas, se transforman en una paleta de tonos apagados, grises, verdes y marrones. Las consignas políticas huelgan en la estela de la escritura desamurada. Como una pintura cubista, las paredes del verano universitario, funden el monocromatismo con los rastros cuadrados de  la propaganda. Si nos acercaramos, veríamos en esas huellas, figuras geométricas devenidas en formas de la naturaleza. Eso siempre y cuando estemos dispuestes a hacer desaparecer la perspectiva tradicional. 

Y de eso se tratan las vacaciones. Un momento obsequiado a la pereza, al ocio y la vagancia. Estados que traen aparejados un exultante cambio de perspectiva. Si durante la cursada, las lecturas se encaminan detrás de un programa, fechas y evaluaciones, las vacaciones auguran  recorridos gozosos, desconcertados y laberínticos. El recreo como estado de excepción habilita conocimientos azarosos que recuperan bibliografías recomendadas, intertextualidades descabelladas, hipervínculos lúdicos y  sugerencias callejeras. El plan universitario se descuartiza en los tiempos libres que dejan las horas sin cursar, viajar, resumir y estudiar. En estos  intervalos, en estos valles fuera de la institución,  el conocimiento se agencia. Paseando a la perra, caminando sobre el pasto húmedo, mirando el caminito de hormigas en el borde de un charco, las lecturas desaceleran su pulso. Lavando la lechuga, midiendo con los dedos el diámetro de la luna, durmiendo la siesta, los conocimientos que en el año  son deglutidos frenéticamente, se acoplan al tiempo que exige una digestión al borde de la pileta.  El vacío, el tiempo sin plan, es un estado indispensable en la dialéctica errante del aprendizaje. En la pereza, y su gran aliado aburrimiento,  los saberes se territorializan. En la percepción atenta al roce entre la remera de algodón y  la piel mojada después de una ducha fría, se puede llegar a comprender aquel concepto subrayado y releído incansablemente en la biblioteca. Cuando el carbón se vuelve un polvo gris y las achuras se picotean con las manos, las ideas atascadas entre borradores alcanzan cierta claridad. 

En las horas, cada vez más cortas, de no hacer nada, de aburrirse o como diría Levrero aborrecerse a sí mismo, de aburrirse o como diría Kracauer tener una especie de garantía del control sobre su propia existencia, de aburrirse o como diría Lafargue producir una reacción antisistema reclamando el derecho a la pereza, de aburrirse o como diría Barthes ver el goce desde las costas del placer; en esas horas, cada vez más cortas, podemos vislumbrar otro modo de aproximación al conocimiento. Un hiato necesario en la vida académica muchas veces arrastrada por el ritmo vertiginoso inherente a nuestro sistema.

Felices vacaciones,  que viva el aburrimiento y la pereza.

Artículo publicado originalmente el 10 de enero de 2019 en Página 12

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