La abismal apertura de sentido sobre la que reposan las palabras en el papel, sus múltiples lecturas, imágenes, yuxtaposiciones y conexiones, se destruyen en el paso a la escena. La dramaturgia, texto elaborado para el cuerpo, asfixia la respiración desbordada y balbuceante de las escrituras sin fines escénicos. El texto dramático, que tiene por objetivo ser dicho y (re)presentado, mutila las infinitas posibilidades de las palabras huérfanas en el papel. Cierra la multiplicidad y ahoga el horizonte. Las palabras tartamudas, siempre extranjeras en el blanco de la hoja, encuentran su brújula entre las paredes del espacio. Las palabras vacilantes, siempre desorientadas en la nívea imaginación, hallan su rumbo en los límites del cuerpo fenoménico. La dramaturgia violenta el “vacío deslenguado de mil hablas”1 . Frente a la apertura infinita que posibilita la escritura autónoma, la dramaturgia es un texto dependiente, sometido, que agacha la cabeza cuando el cuerpo lo toma por asalto. La violencia es la mayéutica encargada de ejecutar la corporización del texto. La violencia es la partera de todo texto pensado para la escena.
Las palabras imponen, jerarquizan, prohíben y distorsionan. El lenguaje, en su acto de simbolización, comete una infección violenta. La casa del ser de nuestros textos es en sí misma violenta y, por lo tanto, ninguna escritura está exenta de terrorismo. El lenguaje, dice Zizek, “simplifica la cosa designada, reduciéndola a una única característica; desmiembra el objeto, destroza su unidad orgánica y trata sus partes y propiedades como autónomas. Inserta la cosa en un campo de sentido, que es en última instancia externo a ella”2 Se desprende de esto que el lenguaje se constituye en su violencia simbólica. Pero este acto de violencia es a su vez el acto sagrado del lenguaje. La escritura, en su capacidad de desmembrar la realidad, destroza su unidad y la inserta en un nuevo campo de sentido. Crea otro modo de ver, dislocando y desnaturalizando el horror de lo real. Además de inevitable, la violencia se vuelve, de este modo, deseable.
El texto dramático agrega una particularidad en este sendero. Gracias al lenguaje -su soporte primero- impone sentido (violencia simbólica) y desmiembra lo real (revancha poética). Pero además, gracias a su fin, ser (re)presentado, ejerce una violencia específica del género dramático: violenta el lenguaje a través de la puesta en cuerpo. De esta manera, la clausura del texto limitado por el cuerpo y el espacio tiene una revancha poética propia del drama: la puesta en acción.
La palabra corporizada y espacializada permite en el movimiento y la oralidad desprenderse de la violencia del lenguaje escrito. En el cuerpo, la voz es descuartizada, el lenguaje desechado toma el control y los márgenes textuales se hacen carne. La transpiración de la escena, las lágrimas de la voz que pronuncia, el temblor de las manos que sostienen un espacio, hacen irrumpir lo real en escena. La dramaturgia, entonces, se desquita, y mientras trabaja con la poesía, con ese algo que no puede ser nombrado, violenta la violencia haciendo visible su transparencia.
En este acto el género dramático puede volverse una aliado para descuartizar la violencia de género. ¿Cómo escribir sobre violencia de género? ¿Cómo escribir una obra de teatro sobre violencia de género? ¿Cómo hacerlo desde una perspectiva feminista? ¿Qué mostrar? ¿Qué dejar reposar en las palabras sin que sea visto? ¿Qué voz construir? ¿Qué voz destruir? ¿Qué cuerpo habitar? ¿Cuál es el límite? ¿Hay límite? ¿Qué soporta un cuerpo? ¿Cuánto soporta el lenguaje?
Estas son algunas de las preguntas que generaron la creación de CABEZA, el grupo de escritura feminista que conformamos con Mariana De La Mata y Consuelo Iturraspe.
Un tiro cada uno, nuestra primera obra, indaga la problemática del femicidio a través de la historia de una joven asesinada por la violencia machista. El proceso de investigación y escritura fue muy costoso. Todos los días encontrábamos un caso nuevo de femicidio, TODOS los días. Todos los días, un cuerpo asesinado en una bolsa de consorcio, en una valija, descuartizado en un container, cubierto con piedras al lado de un árbol, atado de pies y manos a un poste de luz, con un puñal en el corazón, en un penal, en la calle, en el río, con nombre, sin nombre, con ropa, sin ropa, por lo general joven, a veces viejo, por lo general pobre, a veces no tanto, siempre mujer.
Todos los días nos encontrábamos con la dolorosa certeza de que esas chicas ya no podían hablar y de que la justicia patriarcal dejaría pasar el tiempo necesario para que los cadáveres se descompongan en silencio. Todos los días la lista de cuerpos amontonados como desechos crecía entre nuestros cuadernos. Tachábamos los borradores, descartábamos largas escenas, nos emborrachábamos esquivando las bolsas o buscando claridad en conversaciones narcóticas. Quemábamos nuestros textos por la desconfianza de hablar sobre lo que esos cuerpos ya no podían nombrar. El texto se fue pactando en las discusiones, en el desacuerdo construimos la escritura colectiva.
Pero siempre alguna cabeza dudaba y otra vez aparecía la pregunta: ¿estamos escribiendo a la altura de la violencia? ¿Qué sucede con el traslado de la violencia de lo real en violencia poética?
El pacto implícito de nuestra hermandad caligráfica hace que siempre alguna- por convicción o actuación- se ponga el traje de la certeza y exclame un categórico “sigamos”. Así fuimos avanzando, siempre de manera diagonal, zigzagueante, dubitativa. Probamos escenas, diarios, poemas y textos narrativos. El collage fue configurando una estructura disgregada y el texto se fue construyendo por el trazo de cartografías errantes.
Encontramos una forma disímil, ahuecada, disonante, repleta de vacíos, un modo de escribir sobre la violencia de género. Como si la multiplicación de texturas hilara una puesta en papel abierta. A través de géneros menores – la dramaturgia y el diario íntimo- fuimos dando con nuestro modo de hablar de la violencia machista.
Nos apropiamos de la voz de los varones, usurpamos sus palabras y texturas, tomamos su ritmo y sustancia, considerando que en esta expropiación subvertíamos el orden. Pero nos dimos cuenta de que el gesto se completaba en el cuerpo. Que la cabeza está en el cuerpo. Y entonces decidimos pasar al acto. Las palabras asesinas, violadoras, nauseabundas en nuestras voces y en nuestros cuerpos se dan vuelta, distancian, exponen, ridiculizan, producen una revancha poética. El arma se desprende de los dedos cerrados como garras, pega una mortal voladora y dispara contra el asesino.
A la vez, construimos la voz de Rocío: una, aunque podrían ser muchas. “En la solidificación de las palabras ejercida por la violencia del género dramatúrgico encontramos una forma de escribir sobre la violencia de género. En nuestra obra, la violencia machista se denuncia a través de la acumulación insoportable” Ella, además de hablar, escribe. Las escenas con los varones están cortadas por el ingreso de su diario íntimo. De esta manera la apertura abismal propia del texto escrito que mencionábamos al principio, el poder de independencia y multiplicidad de la palabra entintada, queda en sus manos. Si la violencia del género dramático consiste en volver cuerpo el texto y obturar la palabra, el ingreso del diario desafía al género irrumpiendo con la palabra escrita (leída) en la escena, posibilitando la expansión a través del desborde escritural desencarnado. Así, el sentido se amplía y las imágenes ciegas se construyen en la imaginación expectante que no puede deshacerse del ingreso horroroso de lo real.
En el pasaje a la puesta, Rocío es representada por nuestros tres cuerpos en simultáneo, su voz se multiplica y amplifica. El acto metonímico se asienta, ella que en el texto es una aunque podría ser muchas, en la escena se vuelve muchas. Aparece aquí nuevamente la revancha poética de la dramaturgia y su puesta en acción.
En la solidificación de las palabras ejercida por la violencia del género dramatúrgico encontramos una forma de escribir sobre la violencia de género. En nuestra obra, la violencia machista se denuncia a través de la acumulación insoportable: sobre la violencia simbólica constitutiva del lenguaje se acopian las palabras del patriarcado, a éstas las abortamos a través de la puesta en cuerpo y la multiplicación de la voz de la(s) chica(s) muerta(s).
¿Qué sucede con el traslado de la violencia de lo real en violencia poética? La pregunta seguirá resonando. Porque no hay metáfora que pueda sostener el suelo de huesos sobre el que se cosecha la realidad.